lunes, 29 de marzo de 2010

Tan vacío

Qué hago ahora que mis noches no saben a chicloso chocolate de café y que los lunes huelen a humedad de lágrimas y no a palomitas de maíz en una sala de cine.
La soledad me pesa en la espalda igual que la mochila donde voy cargando mis errores, y tu ausencia cala más en mis huesos que el frío del alba.
Sin tu sombra reflejada a mi lado bajo la luz que proyectan las farolas, las noches son tan diferentes, mis dedos, pintados de rojo por el trabajo, extrañan tu mejilla y cada surco de tu pelo, y también a quien se burle de ellos a causa de su torpeza.
Ahora que no estas y que tus labios no recorren mi rostro, éste se parte y comienza a desmoronarse, nadie se sienta a mi lado en el coche, no hay pasajes al cielo en carritos de compras y mi hombro llora porque ha caducado en su papel de almohada.
Las horas son lentas y terribles que quiero arrancarlas de mi tiempo y salir corriendo a buscarte para tenerle noticias al señor gordito que pregunta por ti todas las noches sentado en una barda a tu espera para contarte su vida y ver como te alejas a mi lado.
A quién le platico mis días, a quién le busco su mano, a quién le pregunto que come y que ve cada tercer día en un cuarto oscuro.
Extraño tu voz que ya no arde en el teléfono, tu mirada que ya no ilumina mi camino, tus dedos que ya no saltan de la tela de mi ropa a mi mano.
Me siento tan pequeño en la mesa del comedor, en el sillón donde te espero cada noche. Los grillos no tocan sólo para mí, las estrellas no me sonríen y siento que no existo. Cómo decirte que lo siento, cómo poder gritar tu nombre desde tan lejos para que llegue hasta tu ventana, cómo contarte la historia de este hombre al que le tiemblan las piernas al caminar a falta de la fuerza de tu sonrisa, cómo explicarte que soy ese rompecabezas incompleto que carece de la pieza clave para su razón de ser, que soy ese ciego que desea recuperar el camino no a tientas con mis pusilánimes manos como guías, sino con la razón por delante como mi bastón.
Cómo decirte que sin ti me siento tan vacío?

En el vagón

Hace doce años,el cantautor español Ismael Serrano incluyó en su disco "La memoria de los peces" una canción titulada Recuerdo que habla sobre la historia de un hombre que ve, o a si lo cree, a un antiguo romance en el vagón del metro de Madrid mientras camina hacia el trabajo. Hace dos años, cuando estuve residiendo en México DF por casi tres meses, y tras escuchar la misma canción también en el metro mientras me dirigia hacia la escuela, me dio por escribir un cuento basado en esa canción, quizá el cuento no sea tan bueno como la canción, es más, creo que no es bueno, pero me gustó la idea de escribirlo y ambientarlo en el metro de nuestra capital, sabiendo que es una historia que creo les ha pasado a muchos y les puede pasar a otros tantos más, y como dijo Serrano hace dos años en Argentina, yo tampoco sé qué coño estaba pensando la mujer de la historia. Finalmente comento que el texto se me extravió por unos años, quizá con miedo de salir a la calle solo, pero lo pude recuperar, no integro, pero la memoria me ayudó a recordar dos o tres palabras que hicieron que quedara nuevamente asi. Se los dejo.


En el vagón.

Se levantó temprano aquella mañana, moribundo después de una larga noche, donde el insomnio le ganó dos de tres caídas y lo hizo visitar cada pliegue de la sábana que al final de la contienda terminó destendida. Y abrió las ventanas y la luz del alba no sin cegarlo antes, le dijo bienvenido al mundo.

Prendió el televisor y se preparó el desayuno mientras se escuchaban las noticias, noticias asesinas de cada día que esa mañana informaban de 58 muertos como saldo del día anterior en la ola de violencia que azotaba al país a causa de la guerra entre los cárteles del narcotráfico.

Ya sentado en la mesa, dio el primer sorbo al café y sonrió al pensar en las maravillas triviales que brinda la cotidianeidad, fue tan reconfortante el pequeño trago que se olvidó por un momento de las noticias nocivas. Volvió a sorber y dio la última bocanada al omelet de queso que preparó con sumo cuidado para que no se deshiciera en el sartén del mango quemado que tanta comodidad le causaba.

Un último trago al café y dejo la tasa sobre la mesa, cogió el saco gris, nuevo, y el maletín negro de todos los días, y salió de casa, con la pereza eterna de enfrentarse a la rutina en esa ciudad donde no existe la lentitud el tiempo. Al cerrar la puerta, por la boca de la taza roja escurrió la última lágrima de café con destino a secarse en el cuerpo del traste, mientras él caminaba al trabajo por la larga avenida que lo llevaba hasta el metro.

Ahí en el vagón, aburrido y con la rutina sobre su espalda, comenzó a vigilar a cada pasajero, quizá los rostros de todos los días, serios, malencarados, despeinados y uno que otro aún con el surco que la saliva trazó en la comisura de su boca mientras dormía. Otros leían el diario, libros, y una que otra mujer, haciendo gala del equilibrio y el pulso maquillaba su rostro con maestría mientras el vagón se iba colmando.

Esbozó una ligera sonrisa y se sentó hasta el fondo, en uno de los pocos asientos que quedaba vacío y se sumió en la lectura de un libro de cuentos de Cortazar que cargaba en su maletín.

Al levantar la vista para cerciorarse de que la estación no era la de su destino, vio en el asiento de en frente un rostro que iluminó el vagón, le pareció hermoso y los gestos de aquella mujer le trajeron recuerdos de otros paisajes, otros tiempos, en los que una suerte mejor había estado con él.

La miro con detenimiento, pensativo, recordando, pero no se atrevió a decir nada, no estaba seguro, aunque pensaba que esos ojos sin duda eran los de ella, aunque mas cargados de nostalgia, quizá también más oscuros.

Pero si, creyó que era ella y que estaba casi igual, tan hermosa como entonces, tal vez más. Para él seguía pareciendo la chica más hermosa de la ciudad.

Y se preguntó, cuánto tiempo había pasado desde esos primeros errores, de las interrogantes en aquella mirada, cuando la ciudad gritaba y maldecía los nombres de los jóvenes promesas que no, no tenían nada.

Recordó también aquella tarde, donde los portales de una plaza guardaron los ecos de los susurros que buscaban cualquier rincón sin luz, y donde juntos, fundidos, ella le dijo, agárrate de mis manos, que tengo miedo del futuro. Habían pasado tantos años y esas palabras aún seguían clavadas en su memoria que había olvidado tantas cosas, tantos momentos de alegría y tristeza, tantas palabras que se disolvieron en su mente y su garganta, pero esas, las que expulsaron aquellos labios que con tanta pasión acarició con los suyos seguían ahí, intactas e indelebles. Aunque poco importaban, pues detrás de cada huída, siempre estaba ella.

Aún en las noches vacías en que regresa del trabajo, solo y malherido, todavía se arrepiente de haberla arrojado tan lejos de su cuerpo, y llora sentado ahí, en su comedor mientras la botella de vino de tinto va quedando vacía, tanto como su vida.

Y ahora que la veía ahí, en el metro, supo que todavía ardía esa llama que encendió y pensó que nunca es tarde para nacer de nuevo, para amarla. Debía decírselo antes de que se bajara y el vagón volviera a quedar oscuro y muerto, y pensó las palabras y las recitó en voz baja como quien memoriza las frases de una poesía o el nombre de una medicina que se busca en la farmacia. Y sí, ahí estaban las palabras, estacionadas en su garganta esperando el momento para salir, le recordaría, más que con sutileza con timidez, que antes de rendirse fueron eternos.

Se levantó con decisión y caminó hasta ella, sorteando apretujones de más encorbatados que subían al vagón con destino a su trabajo, y llegó hasta donde estaba, y con nervios la tomó por el brazo antes de que se bajara y la multitud se encargara de alejarla para siempre su vida. Cuando ella volteó tras el gesto, a él se le tensó el pecho y sintió que se le rompía, por tenerla otra vez frente a si, tan cerca de su cuerpo, de su boca, de sus ojos, y solo alcanzó a preguntarle, cómo estas, cuánto tiempo, te acuerdas de mí.

Y ella, con un brillo intenso en sus ojos y con el desconcierto invadiendo su hermoso rostro, antes de que las puertas del vagón se cerraran nuevamente le contestó, perdone pero creo que se ha equivocado.

Se quebró su voz y sus ojos temblaron cuando la soltó del abrazo y le pidió disculpes, me recuerda tanto a una mujer que conocí hace ya algunos años.

La puerta se cerro y ella se perdió entre el huracán abigarrado en que se convirtió la gente que bajo en la misma estación, y entonces él, sintiéndose más viejo y más cansado y presa de la abasia, regresó con dificultad y pereza hasta su asiento, desde donde aburrido como siempre vigilo cada rostro de los viajeros encorbatados, que eran sus compañeros en la rutina y cómplices en los bostezos.




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