miércoles, 23 de febrero de 2011

¡El Real de Minas vive! Aunque sólo sea en sus palabras . . .

Por Paola de Loera

A media hora de Sombrerete, municipio de Zacatecas, México, se hunden entre los cerros las ruinas de un pueblo años atrás distinguido por la riqueza y la bonanza minera: la Noria de San Pantaleón, el pueblo fantasma. Un redentor del olvido surge de entre sus poco menos de 50 habitantes, Raúl Sarellano, quien con el martillo de la palabra clava en la memoria de curiosos, estudiantes y reporteros, la historia de un pueblo que pasó de la prosperidad a la decadencia. Su historia comienza donde la bonanza termina.
Las calles huelen a abandono. Por aquí y por allá se miran edificios en ruinas a punto del derrumbe: una escuela sin la algarabía de los niños al medio día. Tiendas que no sabrán más de chismes vecinales en domingo. Un sindicato que descansa de las quejas y los problemas. Una plaza que ya no rondarán los novios. Una mina silenciosa, eco del Real de Minas y su prologada época de bonanza.
La Noria de San Pantaleón es presa de la tirana quietud. En manzanas enteras no se avista a un niño jugar, a un joven pasar, a un viejo tomando el sol, a una mujer cargando las compras, es como si los habitantes se escondieran. Un silencio petrificado la envuelve, produciendo una especie de fantasmal miedo que orilla al más osado de sus visitantes a susurrar casi por instinto.
En el cerro, restos de piedras que originalmente sostuvieron casas se mantienen de pie, ufanas, imponentes. Claman una historia que se resiste al olvido. Un aire de tristeza y de nostalgia las recorre, concediéndoles una sensación tétrica. Al caminar por la Noria, no se puede menos que evocar con vehemencia la fantasmal Comala que Rulfo describe en su novela Pedro Páramo:
Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Pueblo alejado de la mano de Dios, del gobierno, de la propia gente que alguna vez la habitó. En la Noria no hay publicidad de la Coca-Cola, ni rastros de astutos candidatos que de cuando en cuando acuden a lugares recónditos en busca del codiciado voto. Hay más alegría en un panteón, menos deterioro y olvido, más signos de vida.
Aquí vive Raúl Sarellano. Esta es la herencia que abuelos y padres le dejaron, restos de un pueblo minero que gozó su última bonanza de 1930 a 1940, periodo en el que la mina de San Pantaleón fue considerada como la principal dentro del Distrito minero de San Martín, según datos del docente e investigador de la Unidad Académica de Antropología de la Universidad Autónoma de Zacatecas, Leonardo Santoyo Alonso. Riqueza, fiestas, mercados, alegría, muerte e intenso trabajo abundaron en el lugar.

Guardián de la historia, el ex minero de carácter afable ahuyenta al olvido. A sus 57 años, Raúl Sarellano juega al historiador, alimenta su alma con los relatos que obtiene de aquí y de allá, invierte gran parte de su tiempo libre en largas conversaciones con gente mayor, en la lectura de libros o folletos que hasta él han llegado de manos de turistas, los cuales plasman el pasado de la Noria de San Pantalón.
De esa forma, Raúl Sarellano ha logrado reunir pedazos invaluables de la historia: fechas, nombres, anécdotas, costumbres, que goza al recopilar y se jacta de contar a los visitantes.
- ¿Cómo lucía la Noria en los tiempos de bonanza?
En aquella época había como cinco mil habitantes. Toda la gente de la Noria trabajaba en la mina. Osea que aquí había de todo, ¡toditito!: un hospital muy grande, de una cuadra, ¡con doctores!, una escuela federal que tenía todos los grados de primaria, de primero a sexto grado.
En estas calle y en la otra se ponían los mercados, los ranchos de alrededor, por ejemplo de Chalchihuites, venían a vender carne, maíz, huevo, chocolate, quesos. Como venía a vender mucha gente de fuera, el tianguis de aquí era más barato. La gente de los ranchos aquí anexos y los pueblitos venían aquí a comprar.
Las tapias que se ven por allá eran unos cuartillos que les daban a las gentes que no tenían esposa, nosotros les llamamos colonia de adobe, eran unas casas muy chiquitas onde nomás cupiera la camita y una mesita y ya, por que como era gente de pasada, pues venía muchísima gente de fuera. Ellos ahí asistían solos. Enfrente estaban las casas que les daban a los empleados, una colonia hecha con casas de pura piedra para la gente de confianza, los traiban de fuera. La distinción era en la moneda, al obrero le pagaban con monedas de plata y al empleao de confianza con monedas de oro, cuentan los viejitos.
Había el sindicato que era donde hacían las fiestas, teníamos salones de baile, de billar; los mineros cuando salían de trabajar así se divertían, el vino, la baraja, el billar y las mujeres (ríe), ¡Tenía hasta su propia zona de tolerancia!, (ríe). Pos aquí había mucho dinero.
En aquellos años teníamos un campo de beisbol circulado y un equipo pagado de puros mineros que no trabajaban, a eso se dedicaban, a jugar, acá vinieron a jugar los Tigres de México, los Diablos Rojos, las Águilas de Veracruz, los Sultanes de Monterrey, y el equipo de aquí iba también a jugar allá.
- ¿Qué produjo la decadencia?
La decadencia fue en la década de 1940, cuando empezó la Comisión Federal de Electricidad y el gobierno a presionar, por que cada minita de éstas tenía su propia plantita de luz, ésta estaba en Walterio, no pagaban, el gobierno empezó a presionarlos y luego los sindicatos con las huelgas. Ó sea esto es a consecuencia de las huelgas y el gobierno federal.
Los dueños eran extranjeros, alemanes me imagino yo, se fueron porque no tenían dinero para pagarles. Trabajaron la mina hasta el 44 supuestamente, y del 44 se la dejó a los obreros en cooperativa, pero quebraron, nomás duraron seis años hasta el 50. Luego la gente se empezó a ir porque no había trabajo normal y por el bandidaje sobre todo, que es lo que hacemos los mexicanos ¿verdad? (ríe). La mina comenzó a decaer como en los cuarenta o cuarenta y tantos. La gente se empezó a ir en 1950, a emigrar, todavía no nacíamos nosotros, yo soy del 52.
La mayoría de la gente que estaba en los puestos de arriba era de fuera, entonces se fueron con lo que podían. La gente de antes no tiene la capacidad, la inteligencia de ahorita pa´ administrar. Los obreros también se regresaron a sus tierras.
Ya no iba a haber dinero. Las gentes viejitas que vienen de antaño me comentan que aquello fue un lloradero de personas que ya no tenían marido, y que se iban con sus primos a los ranchos o ciudades, les mandaban para que se fueran porque ya no había nada que hacer aquí. Lloraban cuando cargaban las carretas con sus cositas, cuando se iban.
De acuerdo con el docente e investigador Leonardo Santoyo, el momento de quiebre de la mina se dio en el porfiriato, cuando se generó un cambio radical en las técnicas de producción que rompió con el viejo modelo minero integrado, separando de esa forma las fases que componen el ciclo minero.
Ni la economía zacatecana ni el gobierno en turno estuvieron a la altura de esa reestructuración histórica de la minería, ya que no tenían los medios para implementar dichas técnicas por falta de inversión, con lo que Zacatecas quedó subordinada económicamente a las regiones emergentes y dinámicas del norte que tenían inversión extranjera, y a las que se manda alrededor del 90% del mineral extraído. Se rompe así el eje articulador minero, sin que surja otro a la alternativa. Todos estos factores, sumados a la baja producción de la mina, fueron los detonantes del abandono casi inmediato de la población de San Pantaleón y del cese de sus actividades hasta el día de hoy.
Raúl nació en la Noria porque su familia se instaló en el lugar cuando su padre comenzó a trabajar en la mina de Sabinas en el pueblo vecino, concluyó la primaria y se convirtió en minero a los 15 años, pues dice: “ya no hubo dinero pa´ seguirle”, mejor dicho, el sueldo que percibía fue padrino de borracheras y fiel complaciente de novias en turno, confiesa.
Luego de contraer matrimonio salió de su pueblo para enrolarse en la marina, años después comprendió que su vida y vocación no estaban en el mar. Decidido, emprendió el regreso a la Noria, donde esposa, tres hijas y dos hijos lo esperaban, trabajó algunos años en la mina de Sabinas, en el pueblo vecino. Sus hijos le siguieron fielmente los pasos, se convirtieron en mineros y se casaron a los 17 años. Jubilado, actualmente vende tamales por las mañanas sobre el camino en el que pasan los mineros para llegar a sus labores.
Raúl Sarellano es moreno, de baja estatura y complexión robusta, gesto amable y ojos grandes. Su vestimenta es sencilla y su caminar tranquilo. Cuando su plática gira en torno al real pasado de la Noria sus ojos centellean.
A la sombra de un árbol, en la plaza de la Noria de San Pantaleón, recargado en un pequeño pilar pintado de verde limón al igual que el diminuto quiosco y las banquitas del lugar, se mira a Raúl Sarellano platicar con una estudiante. En el pueblo el aire sopla con furor, el sol inclemente golpea con sus rayos de medio día. Raúl mira al horizonte, parece que sus ojos centelleantes se clavan en la escalinata de piedras que circunda el lugar, parece estar ordenando en su mente las historias que va a contar, sus énfasis en ciertos puntos de la conversación hacen notar que quiere causar una gran impresión en su oyente, quien lo mira fijamente, quien lo escucha atentamente acariciándose el mentón, en señal de absoluta atención, no paran las preguntas ni las respuestas, no se escucha el “no sé” en esta conversación: ¿Qué costumbres tenía la gente en la época de bonanza?, ¿qué ocurrió cuando la mina cerró?.
Las respuestas de Raúl Sarellano se posesionan de la imaginación de sus oyentes, quienes sin cerrar los ojos son capaces de ver a la muchedumbre en el mercado, a los mineros que vienen y van, las fiestas en la iglesia, la escuela llena de niños, las viudas y a sus hijos. Fulgurantes rayos de vida saltan como chispas de aquella conversación. Absortos en la charla, ambos personajes parecen haber realizado un viaje en el tiempo, parece que miran el apogeo del pueblo y de la mina, parece que ante sus ojos se ha desdibujado la Noria de San Pantaleón, el pueblo fantasma.
Raúl Sarellano ha tomado por escenario para relatar sus locuaces y fragmentadas historias la vieja plaza del pueblo, la cual se ha convertido en cómplice, confidente y testigo mudo.
¿Por qué le gusta contar la historia de la Noria?
Pos es que yo soy muy curioso, y me gusta andar aquí y allá platicando con los viejillos, me gusta mucho, me entretengo mucho, y luego pos estos jóvenes, a estos pelados les dijo que se pongan a leer a escucharme, porque luego cuando nos muéramos los grandes todo esto se va a perder. Nomás que uno es menso, uno no se lleva una libretita pa´ anotar todo, pa´ dejar un documento, pa´ cuando uno se muera.
Mire, yo he platicado con muchas personas, sobre todo cuando es la fiesta de la Noria, aquí el otra vez vino una curandera de México que decía que sus clientes eran artistas, vino una teóloga de Canadá, un reportero de Paranormal, estudiantes; y pos aquí yo les cuento todo lo que sé.
Lo que Sarellano ha convertido por vocación y por gusto en un aficionado pasatiempo, al pasar de los años se ha convertido en invaluable patrimonio informativo para toda clase de interesados en la Noria de San Pantaleón. De esta manera, Raúl construye su historia junto con la de miles de visitantes que llevan al parlanchín minero en su recuerdo.
Cronista por antonomasia. Mientras Raúl viva, los fantasmas del olvido no acecharan al pueblo, cuando muera, la historia llorará su partir.







viernes, 18 de febrero de 2011

Marcha contra la violencia y la militarización UNAM


-Si nos separamos, nos perdemos o nos quitan el celular por cualquier pedo, aquí nos vemos cuando termine la marcha y nos damos treinta minutos de tolerancia- me dijo Miguel refiriéndose como el sitio de reunión a una tienda seven eleven donde acabábamos de comprar de botellas de agua.
“La Bombilla” era el lugar de donde partiría la marcha en dirección hacia el sur hasta terminar en la plaza de rectoría de la máxima casa de estudios del país, la UNAM.
-Vamos a saludar a unos compas – dijo mi compañero.
Y abriéndonos paso entre la multitud de universitarios que estaban ya formados a los pies del monumento a Obregón, donde alguna vez, cuenta mi madre, estuvo durante mucho tiempo en exhibición y en una urna de cristal,.el brazo del que fuera presidente de México.
Era mi primera vez en una marcha en el Distrito Federal, era mi primera vez en una marcha con estudiantes de la UNAM, de la UAM, de la UACM, del IPN y de las demás organizaciones que conforman la Coordinadora Metropolitana Contra la Militarización y la Violencia, la llamada COMECOM, quienes como un esfuerzo aglutinador del descontento y la protesta contra el empleo de la violencia de Estado que el gobierno federal ha implementado para combatir a los cárteles del narcotráfico, invitaban a sumarse a las movilizaciones contra la militarización y la violencia con una serie de actos políticos y culturales.
Gritos y mentadas de madre contra Calderón inundaron el lugar antes de que la manifestación partiera. Hebrard Casaubón tampoco se escapó a las diatribas del contingente por no respetar las recomendaciones de la CNDH. Y el grito de guerra de los universitarios apareció también opacando con facilidad los claxons de los coches que conducían por Insurgentes y del metrobus que vio su carril invadido.
Eran las 17:30 horas, iniciaba la marcha y yo aún con la desconfianza de sacar la cámara y ponerme a detener algunos instantes de esta historia, hasta que mi compañero, quien muy contento había comprado en Walmart dos paquetes de pila doblea por sesenta pesos para su cámara, comenzó a apretar el disparador, uniéndose a una buena cantidad de fotógrafos que había llegado al lugar.
Ya en confianza y con la facilidad que tengo de mimetizarme entre la banda del chilango, comencé a disparar también, a diestra y siniestra. Ver rostros conocidos dentro del fotoperiodismo también me hizo sentir bien, y avanzando hacia CU, comencé a volver a sentir esa adrenalina que alguna vez trabajando en Zacatecas sentí.
Los carriles de insurgentes se dividieron, uno, el que va en dirección norte, se sobresaturó de automóviles con conductores que impávidos algunos veían la marcha y a un gordo con playera de NO + Sangre que les gritaba que se acabara “la guerra no guerra” y el derramamiento de sangre, otros conductores, notablemente encabronados, mentaban la madre con el claxon antes de arrancar.
Continuaba la caminata acompañada de gritos y cantos a favor de Ciudad Juárez, en solidaridad con Oaxaca que iba representada por un grupo de mujeres indígenas de la comunidad autónoma de San Juan Copala.
Pronto un manifestante con la mitad del rostro cubierto corre hacia la acera y comienza a pintar sobre el cristal de una mueblería “más educasión”, lo que con su tremenda falta de ortografía nos dejaba entrever que tenía razón en su demanda. Y pronto comenzaron a aparecer más pintas, contra Calderón, militares y rostros de Peña Nieto en distintos sitios: bancos, restaurantes de cadenas trasnacionales, empresas y hasta en las estaciones del metrobus repletas de gente que inútilmente esperaban al que tendría que pasar por ese carril.
Cerca del lugar y pegados a la marcha, tipos malencarados, con el pelo a la flet up, vestidos de civiles y con radios, daban cuenta de lo que acontecía y de la ubicación del contingente, que no paraba de gritar consignas contra el “culero de Caderón”.
Cuando la luz del día comenzaba a languidecer, aparecieron antorchas que iluminaron el camino que aún quedaba por recorrer y frente al estadio olímpico dos jóvenes se adelantaron a la marcha mostrando una bandera de México, en los colores negro, blanco y negro para después internarse al tune que lleva a la explanada de rectoría de la UNAM, donde esperaba al contingente un sin fin de veladoras esperando ser encendidas que formaban la palabra “ALTO A LA MILITARIZACIÒN” y la figura del mapa de la República Mexicana.
El leve viento que soplaba sobre el lugar dificultaba e impedía encender las velas, sin embargo llego el momento en que paro y todas quedaron encendidas, brindando un espectáculo digno de ser fotografiado. Aplausos y “goyas” rompieron con el silencio mientras un helicóptero que por la penumbra no se observaba si pertenecía a la policía o a un medio de comunicación, sobrevolaba el lugar.
En el sonido comenzaba el discurso de los organizadores, se hacía referencia a Marisela Escobedo, a Darío Álvarez, estudiante de Ciudad Juárez victima de las balas de la Policía Federal y a muchos más que como ellos han sufrido las consecuencias de la guerra existente en el país y la cual el gobierno niega, además de la pobreza, la injusticia, la desigualdad, el desempleo, la corrupción y la indiferencia y que tal parece que con la ayuda de los medios de comunicación más poderosos, han minimizado el problema en dos mediocres programas conducidos por dos mediocres personajes como Laura y Niurka.
Cae la noche y la biblioteca central y la rectoría de la UNAM, se erigen majestuosas y a la vez son testigos de lo que sus hijos acaban de lograr. El viento, vuelve a aparecer y sopla algunas velas. Yo guardo mi cámara, me enfundo en mi suéter negro y en compañía de Miguel caminamos a través de CU saboreándonos unas deliciosas quesadillas para la cena, mismas que se nos frustran porque tal parece que no las vendieran los jueves de marchas. Son las 21 horas, me despido de él y me subo al pesero donde la cumbia suena a volumen audible y me lleva hasta la puerta de la casa desde donde escribo esto.