jueves, 11 de abril de 2013

De militares románticos y viajes sin audífonos. Crónica de un viaje a través de territorio narco.

TEXTO Y FOTOS: ALEJANDRO ORTEGA NERI 
Sentí que me moría. De un tiempo a esta parte, la melomanía es una hermosa enfermedad que estar un día sin dosis de música es mortal. Y sí, sentí que me moría al salir de casa con prisa y no llevar conmigo los audífonos que se han convertido en una parte de mi, los que siempre me acompañan en giras de trabajo, en aventuras. 
¿Por qué mortal? se preguntarán. Era un viaje largo, tres horas de ida, tres de vuelta y la compañía para tal empresa eran nada más y menos que militares. De mirada subrepticia, cabello hirsuto y un hermetismo inefable. 
Viajábamos a Nochistlán, Zacatecas. Lugar donde abunda la tuna, sitio fundado en 1532 aproximadamente y nombrado pueblo mágico hace apenas unos meses. Un viaje largo, en una camioneta cómoda, pero sospechosa, Suburban roja sin placas, conducida por un civil serio y custodiada por dos vehículos militares. 
Efectivos del ejército mexicano, habían localizado dos laboratorios más donde se producía la droga sintética conocida como cristal, además de una casa para la misma empresa y el aseguramiento de un rancho lujoso, aunque en obra negra, que ocupaba media hectárea de longitud. 
Hacia ahí nos dirigíamos. 
Comencé a sentir que moría por haber olvidado los audífonos cuando, la camioneta sin estéreo, obligaba a que viajeros activaran su celular con una serie variopinta de música, entre las cuales descollaban la tradicional banda, y una que otra canción de Ricardo Arjona, nocivo para mis oídos.  
Pero no todo estaba perdido, afortunadamente llevaba en mi mochila un libro para perderme en él y no escuchar la terrible voz, y las horribles composiciones del guatemalteco. Me sumergí en historias de la independiencia de países africanos, leí sobre el parlamento en Tanganica, sobre la revolución de independencia de Argelia y su líder Ben Bella, sobre la xenofobia de los afrikaners y otras historias más, contadas por el gran Kapuscinsky en un libro que además contaba una historia sobre fútbol. 
Pero, como dije, no todo estaba perdido musicalmente. Ya en la basa militar improvisada en un lienzo charro a orillas de la carretera, cambiamos de vehículo. Una Cheyene camuflada, dirigida por un comandante, un loco enamorado que durante el trayecto a los sitios de operaciones, nos deleitó con un sublime listado de baladas clásicas, que fueron desde The Beatles, pasando por Barry White, Tracy Chapman hasta "Don´t cry" y "November rain" de Guns n´ Roses. La situación parecía inverosímil, viajando en una camioneta militar, en una zona caliente donde se elaboran grandes cantidades de droga y nosotros sumidos en la miel de las baladas del siglo pasado. Como una escena de Tarantino, donde el ritmo de las escenas y la banda sonora nunca concuerdan. 
Llegamos a los sitios. Primero Tlachichila, comunidad colindante con el municipio de Apulco. Foreigner amenizó la entrada por una larguísima terracería, pues nos habíamos alejado 40 kilómetros de la cabecera municipal y llegaríamos a un laboratorio, que hasta la fecha cumpliría aproximadamente dos años de haber estado funcionando. En el lugar, tanques de gas y oxígeno, botes para capacidad de 200 litros de agua, restos de la droga llamada cristal, guantes de látex y un hedor penetrante. 
Siguiente punto, un rancho con longitud descomunal, casi media hectárea, y a pesar de encontrarse en obra negra apenas, dejaba entrever la riqueza, la opulencia que los integrantes de los cárteles de la droga poseen. Y es que en esta región, que colinda con los municipios de Aguascalientes y Jalisco, se ha dedicado a la producción del cristal, y es que tan sólo un kilogramo de esta sustancia cuesta 100 mil pesos, por lo que la producción al mes es bastante intensa. La derrama económica, según informaron las fuentes castrenses, es de 400 millones de pesos al mes aproximadamente, lo que se refleja en los inmuebles que mandan construir escondidos en la sierra de la región de los cañones en el sureste zacatecano.
El rancho, ubicado en la comunidad Mesa de Frías, a 15 kilómetros de Nochistlán, cuenta con un quiosco, enormes palapas, cocheras y en las jardineras pequeñas cantidades de marihuana sembrada.
Siguiente parada. Una casa antigua, pequeña, con olor a sustancias químicas para crear la droga. Un puma victima de una taxidermía fallida y habitaciones con fotos revolucionarias y una panoplia de ajadas armas arrumbadas, herrumbrosas. Estar en el lugar dio la sensación de presenciar más una colección de museo o bien una tienda de antigüedades que una casa de narcotraficantes. 
Última parada, Calle Allende #61 en el centro de la cabecera municipal. A escasos 200 metros de la alcaldía municipal, se localizó una casa donde igualmente se empaquetaba la sustancia ilegal que estaba caracterizando esta visita. El cristal.
 Nochistlán pasaba de ser un pueblo mágico a una ciudad cristalina, bromeaban algunos. 
El regreso se acercaba y la música en la cheyene no cesaba. Las baladas clásicas habían terminado pero continuaba la programación con Salsa, que también el comandante melómano como yo, cantaba cada estribillo y coro de la canción que saliera. Yo no traía audífonos. 
Lo último, antes del regreso, fue una frugal comida fría, pero bien sazonada, que disfrutamos más por el hambre y que en medio de un intenso aire apenas pudimos comer. Iniciaba el regreso, otra vez la camioneta roja sin placas, otra vez apretados en el interior de ella, otra vez sin estéreo, otra vez con la música de un celular ajeno, otra vez Arjona, otra vez sin audífonos. Sí, volví a sentir que moría. Pero primero tenía que traer las fotografías. 










































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